lunes, 8 de noviembre de 2010

Extraño




Escucho su voz en el auricular del teléfono. Me dice que está bien, pero apenas escucho sus palabras. Oigo su voz. Intento descifrar si es más fuerte, si vacila, si aparenta ser más fría o más cálida, que la última vez. Pero ha pasado tanto tiempo que ya no puedo compararla. Aún así, sigo concentrado en el sonido que oigo. Mis pensamientos se detienen, o al menos, van casi a cámara lenta.

Me pregunta que cómo me va. Qué que tal y todo eso. Me tomo un par de segundos antes de contestar una vaguedad, que ella oirá como una vaguedad, pero le parecerá bien lo que diga. Y, efectivamente, es así, le parece bien, muy bien. Y ahora viene el momento de decir una cosa más y pasar a la despedida. Es un guión casi preestablecido. Como los que tantas veces he escrito y que son una estructura clásica. Cualquier otra cosa sería inaceptable. Como que empezara a hablar de lo que hice la pasada noche, o el finde pasado. O de alguna nueva afición nueva, de tenerla claro.

No procede nada de eso. Has de ser cordial y no decirle nada que pudiera ser tomado no ya como un insulto, sino ni siquiera como una leve crítica. Contar algo neutral, como algún chisme referido a conocidos comunes. Un chisme trivial, que no dé lugar a largas explicaciones de cómo y de por qué, ni de cuando, ni si te acuerdas de. El objetivo es matar la conversación antes de que se haga adulta, espesa y enredadora.

Porque noto un ligero temblor en tus respuestas. Como si estuvieras dando una calada a un cigarrillo. Y es posible que sea sólo por eso. O por qué te has equivocado al marcar el número. Y la última persona con la que quieres hablar, es, precisamente, conmigo.


8 de Noviembre de 2010

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